Por: José Eduardo Vidaurri Aréchiga, Cronista municipal de Guanajuato.
El fray José María Belaunzarán, héroe que salvó a la población de la ciudad de Guanajuato del degüello ordenado por los jefes militares realistas Manuel Flón y Félix María Calleja el 25 de noviembre de 1810.
Don Juan Bautista Belauzarán y Rodríguez y su esposa doña María Dominga Ureña Aguilar tuvieron seis hijos: María Josefa, María Guadalupe, María Rafaela, Juan José, María Margarita y, nuestro personaje José María de Jesús Belaunzarán Ureña, quien nació en la Ciudad de México el 31 de enero de 1772.
José María fue educado en el Colegio de San Nicolás Obispo en la antigua Valladolid y fue ahí donde sintió el llamado de dios o donde se le despertó la vocación religiosa a la edad de 17 años. Así, el 14 de junio de 1789 se le concedió el hábito franciscano en el convento del colegio apostólico de Pachuca, conocido en aquella época como el de más estricta observancia de los que seguían las reglas de San Pedro de Alcántara.
Es probable, refirió el sacerdote e historiador Aureliano Tapia el más importante biógrafo de nuestro personaje, que a partir de su ingreso a la orden franciscana haya comenzado a usar el nombre de Jesús en complemento del que le impusieron en el bautismo. En Valadolid recibió las órdenes menores y el subdiaconado, luego se matriculó en la Universidad de México donde alcanzó el grado de bachiller en artes.
En 1794 caminó desde Pachuca hasta Zacatecas para solicitar el diaconado al obispo de Durango Estebán Lorenzo de Tristán y, el 1796 recibió el orden sacerdotal de don Alonso Nuñez de Haro y Peralta que era el Arzobispo de México y virrey, gobernador y capitán general de la Nueva España y presidente de la Real Audiencia y Cancillería.
Luego fue profesor de latín, comisario de terceros, predicador del convento principal de México, cronista de su Orden, examinador sinodal del Obispado de Oaxaca y del arzobispado de México, guardián del Convento Dieguino de Oaxaca y luego del Convento Dieguino de Guanajuato.
Independencia
Fue precisamente cuando se desempeñaba como guardián en el convento de Guanajuato, en plena efervesencia del inicio de la lucha por la Independencia nacional y tan solo 58 días después de la impresionante y sangrienta toma de la Alhóndiga el 28 de septiembre de 1810, cuando los soldados del ejército realista comandados por Manuel Flón y el brigadier Féliz María Calleja se dirigieron a Guanajuato para vengar la matanza de 138 españoles prisioneros que fueron masacrados en la Alhóndiga.
Recordemos que después de concluida la batalla aquel 28 de septiembre, cientos de cadáveres fueron sepultados en los camposantos cercanos y en la vera del río. Los días posteriores Miguel Hidalgo trató de poner orden en la ciudad, nombró un intendente afín a la causa insurgente, formó dos regimientos que dejó al mando de criollos, dispuso de la creación de una casa de moneda y una fundición de cañones.
Luego de algunos días, los insurgentes comandados por Hidalgo y Allende salieron de la ciudad, pasaron por múltiples poblaciones que se entregaban a la causa insurgente: Valle de Santiago, Salvatierra, Acámbaro donde organizó formalmente al ejército insurgente, Zinapécuaro, Indaparapeo y Valladolid. Luego de ahí con rumbo a la ciudad de México triunfando antes en la batalla del Monte de las Cruces.
Con una sorpresiva decisión Miguel Hidalgo determinó dar marcha atrás y no ocupar la Ciudad de México provocando disgusto y desaliento entre un gran número de partidarios de la causa independentista. Vino el enfrentamiento con las tropas de Félix María Calleja en Aculco el 7 de noviembre de 1810 y la primera gran derrota de los insurgentes. Como consecuencia de ello los caudillos decidieron marchar por separado, Miguel Hidalgo retornó a Morelia mientras que Ignacio Allende se vino a Guanajuato donde comenzó los preparativos para la defensa de la población ante la inminente persecución y próxima llegada de Félix María Calleja.
Las cosas se precipitaron, Ignacio Allende y los insurgentes abandonaron la ciudad el día 24 de noviembre, todo parecía estar fuera de control. Cuentan que un personaje, un negro que era platero y originario de Guanajuato al que llamaban Lino enardeció a la turba y junto con algunos indios armados de picas, puñales y garrotes se dirigieron a la Alhóndiga donde estaban presos varios españoles, inútiles fueron los esfuerzos por detenerlos y luego de entrar al edificio cegados por la furia y el odio degollaron sin piedad a hombres, mujeres y niños, sumando 138 infelices víctimas cuyo delito había sido nacer en España.
Enterados de la noticia, Manuel Flón y Félix María Calleja entraron a la ciudad el 25 de noviembre tocando degüello, la instrucción militar que determina que se mate a todos sin distinción. Cuando Flón llegó a la plazuela de San Diego salió a su encuentro fray José María de Jesús Belaunzarán implorando con un crucifijo en la mano y con mucha energía que detuvieran la masacre:
“…Señor esta gente no ha causado el menor daño. Si lo hubiera hecho vagaría fugitiva por los montes, como andan otros muchos. Suspenda señor la orden que ha dado. ¡Se lo pido por este Señor, que en el último día de los tiempos le ha de pedir cuenta a usted de esa sangre que quiere derramar¡…”
Luego de escuchar las palabras del padre Belaunzarán, Flón, conmovido, suspendió la orden. De cualquier manera fueron ejecutados 156 insurgentes durante los tres días que siguieron en las horcas que se colocaron en las plazas de la ciudad. Al cuarto día un repique en todos los campanarios anunciaba el indulto general.
La acción heróica del padre Belaunzarán sigue siendo recordada con mucho cariño por los guanajuatenses que le hemos puesto su nombre a una de las más hermosas calle de la ciudad.
Pero ¿qué pasó con el padre Belaunzarán después de la guerra de Independencia? Primero, recibió una invitación por parte del primer jefe de la nación, el generalísimo de mar y tierra don Agustín de Iturbide, para que pronunciara un discurso el 16 de noviembre de 1821 en el templo del convento grande de San Francisco en la ciudad de México. De esa pieza oratoria podemos recuperar algunas de las palabras que le dirigió a Iturbide:
“… Es necesario entender que una piedra sola no es el edificio, sino una parte muy principal de él; y es indispensable que el edificio comenzado por Vuestra Alteza sea tan grande como se espera; y que corresponderá a los principios con el fin…”
Luego de consumada la Independencia se interrumpió el nombramiento de obispos para las diócesis mexicanas, muchos de los obispos habían muerto y otros habían renunciado a su cargo para regresar a España, por la tanto sus puestos estaban vacantes. Desde 1809 no había obispo en Michoacán, en 1821 murió el obispo de Chiapas y el de Linares. En 1823 murió el arzobispo de México, en 1824 murió el de Guadalajara, en 1825 murió el de Sonora y el de Durango, en 1827 renunció el de Antequera, Oaxaca y, ese mismo año, murió el de Yucatán. En 1829 murió el de Puebla, de tal suerte que el país se había quedado sin obispos.
Correspondió a fray José María de Jesús Belaunzarán ser el primer obispo consagrado en el México independiente. El 16 de marzo de 1831 el obispo electo de Linares, prestó juramento en el Palacio Nacional ante el vicepresidente Anastasio Bustamante y al día siguiente fue consagrado obispo en el templo de San Diego de la Ciudad de México por el ilustrísimo Francisco Pablo Vázquez, quien había sido consagrado en Roma.
El padre Belaunzarán fue desterrado en el cumplimiento de las reformas de 1833 y las leyes expedidas por el gobierno de Nuevo León, durante ese episodio se mantuvo errante, escondido y disfrazado, recorriendo los pueblos de su diócesis, hasta que en 1834 luego de que se apaciguaron los exaltados ánimos, decidió, a finales de 1834, radicar en la ciudad de México.
Regresó a Monterrey en 1838, pero por poco tiempo puesto que el gobierno estatal pretendía regular las actividades de la iglesia. Se embarcó con rumbo a Veracruz y terminó en una humilde celda del convento de San Cosme en la Ciudad de México dedicándose al estudio y la oración.
Fray José María de Jesús Belaunzarán y Ureña murió, a la edad de 85 años, el 11 de septiembre de 1875, fue el VI obispo de Linares. Sus honras fúnebres se celebraron con solemnidad a la altura de su investidura y fue sepultado en el panteón de los padres filipenses.
El 12 de mayo de 1936 unos trabajadores hacían reparaciones en el hotel Gillow y, accidentalmente, dieron con la cripta de los felipenses en el templo de la Profesa y sacaron el féretro con el cuerpo momificado del padre Belaunzarán. Fue conducido a la inspección de policía y, en algún punto fue profanado para despojarlo de sus joyas, los ojos artificiales que se la colocaron en su embalsamamiento y hasta los hilos de oro con que se confeccionó su traje.
A los seis día lo reinhumaron en el panteón civil de Dolores de la Ciudad de México y en 1978 fue exhumado de nueva cuenta para ser trasladado y reinhumado en la Catedral de la Arquidiócesis de Monterrey el 29 de noviembre de 1978.
Sea pues este un pequeño homenaje a la memoria del padre Belaunzarán.
Crónica tomada de Portal Guanajuato.