Decreto del Obispo Manuel Abad y Queipo

“… Sea condenado Miguel Hidalgo y Costilla, en donde quiera que éste, en la casa o en el campo, en el camino o en las veredas, en los bosques o en el agua, y aún en la iglesia. Que sea maldito en la vida o en la muerte, en el comer o en el beber; en el ayuno o en la sed, en el dormir, en la vigilia y andando, estando de pie o sentado; estando acostado o andando, mingiendo o cantando, y en toda sangría. Que sea maldito en su pelo, que sea maldito en su cerebro, que sea maldito en la corona de su cabeza y en sus sienes; en su frente y sus oídos, en sus cejas y en sus mejillas, en sus quijadas y en sus narices, en sus dientes anteriores y en sus molares, en sus labios y en su garganta, en sus hombros y en sus muñecas, en sus brazos, en sus manos y en sus dedos.

 Que sea condenado en su boca, y su pecho y en su corazón y en todas las vísceras de su cuerpo. Que se condenado en sus venas y en sus muslos, en sus caderas, en sus rodillas, en sus piernas, pies y en las uñas de sus pies. Que sea maldito en todas las junturas y articulaciones de su cuerpo, desde arriba de la cabeza hasta las planta de su pie; que no haya nada bueno en él. Que el hijo de Dios viviente, con toda la gloria de su majestad, lo maldiga. Y que el cielo, con todos los poderes que en él se mueven, se levanten contra él.

 Que lo maldigan y condenen. ¡Amén! Así sea. ¡Amén!”

Parte del decreto lanzado por el obispo Manuel Abad y Queipo, el 29 de julio de 1811.

El proceso degradatorio que fue más humillante que la propia excomunión del cura Hidalgo se llevó en una de las salas del Hospital Real de Chihuahua y consistió en rasparle con un cuchillo la piel de la cabeza, las palmas de las manos y rebanarle las yemas de los dedos para arrancarle, simbólicamente, la orden sacerdotal.

Lo despojaron de sus ornamentos religiosos y le quitaron la sotana, para después entregarlo al Gobierno español y que lo fusilara sin ninguna de las prerrogativas y beneficios eclesiásticos a los que antes se amparaba cualquier reo.

Por su parte Hidalgo escuchó atento, se mantuvo sosegado y pacífico durante la degradación sacerdotal y la posterior lectura de su sentencia a muerte. Luego pidió al juez comisionado que le hiciera llegar unos dulces que había guardado bajo su almohada, se dirigió a la capilla, platicó y paso a la sacristía donde permaneció tranquilo. Posteriormente pasó a almorzar y siguió su última noche con la rutina normal, comió, cenó y aparentemente durmió bien.

Estando en la capilla escribió dos décimas de agradecimiento a los alcaldes que lo asistieron en su prisión, uno de ellos el cabo llamado Ortega y, el otro un español de nombre Melchor Guaspe:

PRIMERA
Ortega, tu crianza fina,
tu índole y estilo amable
siempre te harán apreciable
aun con gente peregrina.
Tiene protección divina
la piedad que has ejercido
con un pobre desvalido
que mañana va a morir
y no puede retribuir
ningún favor recibido.


SEGUNDA
Melchor, tu buen corazón
ha aunado con pericia
lo que pide la justicia
y exige la compasión
das consuelo al desvalido
en cuanto te es permitido
partes el postre con él
y agradecido Miguel
te da las gracias rendido

El Juicio de la Historia

La iglesia católica que juzgó, excomulgó, vejó y degradó a Miguel Hidalgo, el Padre de la Patria, deseaba exculparse del hecho, la Arquidiócesis de México en ese año buscaba aclarar el proceso diciendo: 

“No hay razón para que se levante la excomunión porque ésta no tuvo efectos, toda vez que el Obispo que lo sentenció, Abad y Queipo, no había sido ungido todavía como Obispo, por lo tanto, la sentencia no causó estado, de acuerdo al Derecho Canónico”.

La esencia de la expulsión religiosa de Hidalgo del seno de la Iglesia católica fue de cálculo político para descalificarlo frente al pueblo en el momento en que era el líder de un movimiento insurgente y libertario.

El Papa Pío VII, en su encíclica Etsi Longissimo, del 30 de enero de 1810, condenó los intentos de emancipación de las colonias de América. En todos los países de Latinoamérica la Iglesia jerárquica católica se opuso feroz y oficialmente a la Independencia nacional. 

En México, la institución religiosa luchó al lado de los españoles y en contra de las aspiraciones de independencia nacional de los mexicanos, condenando a los insurgentes y aplicando juicio inquisitorial a los sacerdotes que simpatizaban con el movimiento, al mismo tiempo que negaba la absolución a todo aquél que comulgaba con la idea de libertad.

Los insurgentes en sentido estricto, lucharon y murieron excomulgados por la Iglesia católica, la cual utilizando la religión como instrumento político, celebraba misas con Te Deum por las victorias de los realistas

El Cura Hidalgo fue juzgado por un juez militar y por el Tribunal del Santo Oficio, condenado a muerte y no sin antes ser degradado como sacerdote.

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