El Grito de Independencia: “A coger gachupines”, exclamó Hidalgo

La recámara del párroco Miguel Hidalgo en el pueblo de Dolores se convirtió inesperadamente en el sitio final de la conspiración:

Eran entre las doce de la noche del 15 y, las dos de la madrugada de un 16 de septiembre de 1810 … en el interior de la casa parroquial había luces y bullicio. El cura se encontraba con el militar Ignacio Allende y varios hombres: Juan Aldama había llegado desde San Miguel El Grande para dar la noticia de que la conspiración para levantarse en armas semanas después en San Juan de los Lagos, estaba descubierta.

Sereno, pero enérgico, Hidalgo comenzó a dar órdenes: a su cochero Mateo Ochoa le pidió llamar a José Ramón Herrera, y a los pocos minutos comenzó a darse en la finca más movimientos de gente. Mariano Hidalgo también recibió órdenes de su hermano. En un instante, apresurados, ocho serenos llegan armados a la habitación. Frente al grupo, el Cura Hidalgo alza los brazos, golpea la mesa y exclamó, con voz fuerte y sus ojos verdes avivados, brillantes:

“Caballeros, somos perdidos; aquí no hay más recurso que ir a coger gachupines”.

Esta frase, sin duda, representa el verdadero grito de la Independencia, expresado una vez tomada la decisión de levantarse en armas, en ése preciso momento, motivada, en mucho, por la circunstancia. En su terruño, con su gente, Don Miguel Hidalgo, de esta manera, hubo de tomar el liderazgo en el inicio del movimiento.

Ochoa, el cochero, a quien Hidalgo dio la primera orden, una vez decidido el alzamiento, regresa a la casa parroquial y dice al cura que el señor Herrera no podía ocurrir porque estaba medio enfermo.

Enérgico, el párroco ordena que dos hombres fueran por él y les pide que si es necesario por la fuerza, por la fuerza habrá de traerlo. A los pocos minutos José Ramón Herrera es puesto enfrente del cura, otros serenos fueron a llamar al vicario José Gabriel Gutiérrez; al sacerdote Mariano Balleza y a los operarios de sus talleres.

También acudieron Pedro Sotelo y una treintena de hombres. Viejos conocidos todos del sacerdote, comenzaron a recibir diferentes órdenes: los alfareros trajeron las armas que se habían elaborado allí y que se mantuvieron ocultas. En los hechos, aunque precipitadamente, había llegado el momento del que tanto les había hablado el señor cura.

Las hondas, los machetes, cuchillos, y lanzas fueron repartidas por las propias manos de Hidalgo, quien, encabezado al grupo caminaron unos pasos y , con pistola en mano, obligó al alcalde a libertar a los cincuenta presos de la cárcel local, quienes de inmediato se armaron con piedras, hondas, palos para unirse al movimiento.

Eran las cuatro de la mañana y ya, ochenta hombres, se dirigieron al cuartel de dos compañías del regimiento de la Reina. Para ese momento Mariano Abasolo, hombre de gran influencia en la población dolorense, había pactado la ayuda del sargento mayor José Antonio Martínez y se apoderaron de las espadas almacenadas. El mismo mayor Martínez pidió a los soldados que se unieran al cura Hidalgo y sus gentes.

Fortaleciendo el grupo con más hombres y armas, Ignacio Allende y Aldama fueron comisionados para detener al subdelegado Nicolás Fernández del Rincón y al recolector de los diezmos, Ignacio Díaz Cortina, quienes fueron sorprendidos dormidos en sus habitaciones. El subdelegado intentó poner resistencia con sus armas pero fue persuadido por Allende.

Ambos fueron amarrados de las manos y conducidos a la cárcel que estaba vacía. Allende y Aldama tomaron los diezmos, que sumaban casi 20 mil pesos. Hidalgo ya sabía de la existencia de esta cantidad, pues antes de las once de la noche anterior había estado jugando una partida de malilla y, con plan y maña le había solicitado doscientos pesos en préstamo al diezmero, lo que le permitió saber la existencia de ese capital.

Por su parte el padre Mariano Balleza fue destinado a aprehender al sacerdote español Francisco Bustamante, quien fue sacado a golpes y empujones; Mariano Hidalgo y a su pariente Santos Villa, auxiliados por el pueblo armado, les correspondió detener a varios españoles y llevarlos a la cárcel.

Al momento de detener a José Antonio Larrinúa, un hombre llamado Casiano Exiga le hizo una herida en venganza por haber estado preso por acusación del español y cuando la muchedumbre intentó matarlo fue defendido por Juan Aldama … El hombre de apellido Exiga se había tomado en muy serio aquello de coger gachupines.

En la confusión dos españoles logran escapar; el herido Larrinúa lo depositaron en una casa de un simpatizante insurgente; a un español de avanzada edad y de antecedente pacífico se le permitió quedarse en su hogar en completa libertad; al subdelegado Nicolás Fernández del Rincón, por ser criollo, también se le dejó libre pero se le ordenó salir inmediatamente para Valladolid.

A españoles que se les apresó se les permitió estar en comunicación con sus familias. Aquellos españoles con ropas finas que venían de lejos, en la prisión se vieron juntos, presos y en la mayor incertidumbre.

El cura Hidalgo había ordenado evitar tropelías y respetar las propiedades y las propiedades de los presos. Sus seguidores cumplieron.

Eran las cinco de la mañana y, más temprano que de costumbre el cura ordenó al campanero parroquial, el cojo Lázaro Galván, que llamara a misa. El vecindario comenzó a llegar, algunos portando antorchas encendidas con brea. Otros llegaron a misa como cualquier domingo para también hacer sus compras en la plaza de Dolores. En ese momento ya estaban con Hidalgo como seiscientos hombres, muchos con todo y familia. Con este apoyo el cura echó a andar su plan: mandó traer más hondas que se elaboraron en el Llanito; de la Hacienda de Santa Bárbara. José Gabriel Gutiérrez trajo lanzas que allí se fabricaron así como armas de fuego que se acopiaron; tercios de acero, caballos y monturas resguardadas.

Anacleto Moreno y José de la Cruz Gutiérrez fueron a recorrer la intendencia de San Luis Potosí para invitar a la gente a que se uniera al levantamiento. También mandó emisarios a Guanajuato, Querétaro, México, Guadalajara, San Felipe y otros lugares a fin de que las juntas conspiradoras de esos sitios iniciaran la insurgencia en esos sitios. La visión del cura no tenía límites, pese a las limitantes de la época: mandó emisarios a Tlaxcala y a Oaxaca, pero estos hombres, descubiertos por las autoridades, les quitaron la vida.

Con formación militar, Allende se encargó de organizar a la gente reclutada, integrando pelotones, nombrando jefes entre los más poco sobresalientes y entre los voluntarios.

Poco a poco se fueron sumando más de los lugares vecinos y a todos se les prometió en salario diario de un peso a los de a caballo y cuatro reales a los de a pie.

Hidalgo dispuso que se hiciera cargo de la parroquia al presbítero José María González y encargó a sus operarios Pedro Sotelo, Manuel Morales y Francisco Barreto, de algunos asuntos pendientes de sus talleres.

Pidió especial cuidado para sus hermanos Vicente y Guadalupe, quienes quedaban a cargo de sus hijas. Y les solicitó que más adelante se incorporaran.

Por: @periodistafrg

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