En marzo de 1928 escribió Gabriel Miró a Carmen Conde: «No tengo biografía gracias a Dios y a mí mismo. Nací en Alicante hace 48 años. Estuve interno en Santo Domingo de Orihuela. Sigo viviendo. Entre los claros hitos de mi vida pasa todo lo que informa las motivaciones literarias de las realidades que no me pertenecen». Con su fina ironía alude a una trayectoria vital que carece de sucesos externos dignos de ser anotados, no en la Historia, sino en un simple anecdotario. Es lo que nosotros también podemos afirmar; tal vez con la salvedad, dentro de sus modestos límites, de la polémica en que se vio envuelto a raíz de la publicación de El obispo leproso. Lo mejor en la vida de Miró transcurre en el ámbito de la más estricta intimidad; su producción literaria es el resultado de una intensa vida interior, asegurada en el seno de la familia y en el trato, cordial y asiduo, con unos pocos amigos.
La creación literaria, las horas dedicadas a la gestación y escritura de su obra, es la parte más importante de su biografía, como viene a confesar en una nota manuscrita: «Amo mi arte con el amor de mí mismo. Me he creado, me voy creando siempre como artista, con esfuerzo, acechándome con ansiedad y con ocios». Para procurarse esos ocios tuvo que depender de una serie de empleos burocráticos que fueron encadenándose a lo largo de su vida adulta y que constituyen su historia externa. Una historia fácil de resumir.
Perfil:
Gabriel Francisco Víctor Miró Ferrer nació en Alicante, el 28 de julio de 1879, en el seno de una familia acomodada. Es el segundo hijo -su hermano Juan le lleva dos años- del matrimonio formado por don Juan Miró Moltó, ingeniero de caminos, y doña Encarnación Ferrer Ons. Desde 1887 hasta 1892 es alumno interno, junto con su hermano, en el Colegio de Santo Domingo, que en Orihuela regentaba la Compañía de Jesús. La experiencia negativa de su paso por este colegio quedará reflejada en Libro de Sigüenza, en Niño y grande y señaladamente en El obispo leproso; pero también adquiriría allí la práctica de la composición de lugar, propia de los ejercicios espirituales tal como fueron concebidos por San Ignacio de Loyola; un procedimiento aplicable a la creación artística que en Miró tendría amplio desarrollo.
Por problemas de salud, deja el internado y continúa sus estudios en el Instituto de Alicante. Después de residir unos meses en Ciudad Real, adonde había sido trasladado, temporalmente, su padre, regresa a su ciudad natal, y termina allí su bachillerato en 1896. En esta época, la familia fija su residencia en el barrio de Benalúa, donde el joven Gabriel, entre sus amistades, tiene especial trato con Francisco Figueras Pacheco. Comienza la carrera de Derecho en Valencia. Después de su primer curso decide estudiar libre desde su ciudad natal, y alterna la preparación del programa académico con sus estudios literarios, en dilatadas horas de lectura. En 1900 obtiene la licenciatura en Granada. Ese mismo año fallece su tío, el pintor Lorenzo Casanova, a cuyo lado pasó el joven estudiante muchas horas y del que recibiría lecciones de estética, no sólo pictórica (en 1906 escribe a Andrés González Blanco que posiblemente sería pintor de no haber muerto su maestro), sino también literaria, pues, al parecer, Casanova dedicaba más tiempo a la lectura que al ejercicio de los pinceles, ya que estaba al tanto de las novedades literarias de Francia y de España. Un maestro tan entusiasta de la literatura debía contagiar a sus discípulos en la Academia que él dirigía, donde se formaron los mejores pintores alicantinos.
“Amo mi arte con el amor de mí mismo”
En 1901, el mismo año en que escribe su primera novela, La mujer de Ojeda, contrae matrimonio con Clemencia Maignon, hija del cónsul de Francia en Alicante, de la que tendrá dos hijas: Olympia y Clemencia. Con los técnicos de Obras Públicas, que entonces estaban construyendo carreteras, viaja por el norte de la provincia; de esta experiencia nacen dos novelas, Hilván de escenas (1903) y Del vivir (1904), donde encuentra su personal estilo. Alterna su labor de escritor con la preparación de oposiciones a judicatura, a las que acude, sin éxito, en dos ocasiones (en 1905 y 1907), y desempeña empleos burocráticos mal retribuidos: administrativo en el Hospital Civil de la Diputación; cronista oficial -no llegó a redactar crónica alguna-, plaza de la que quedó cesante; secretario particular del alcalde Federico Soto y auxiliar administrativo de la Junta de Obras del Puerto.
Su primer éxito, y el reconocimiento literario, llegó en 1908, cuando obtiene el premio del concurso convocado por «El Cuento Semanal» con su novela corta Nómada. El jurado estaba formado por Pío Baroja, Ramón María del Valle-Inclán y Felipe Trigo, actuando como secretario Eduardo Zamacois. El mismo día en que aparece publicada esta obra, el 6 de marzo de 1908, fallece su padre. El premio le abre las páginas de la prensa madrileña y sus colaboraciones aparecen en Los Lunes de El Imparcial y en Heraldo de Madrid. Publica entonces una novela breve y muy intensa, que ya tendría redactada, La novela de mi amigo, y tarda aún dos años en concluir la obra en que había puesto sus ilusiones de juventud, y en la que venía trabajando tal vez desde 1902: Las cerezas del cementerio, que se publica en Barcelona en 1910.
En febrero de 1914, buscando consolidar tanto la economía familiar como la carrera literaria, se traslada con su familia a la capital catalana. Su firma ya había aparecido en Diario de Barcelona, desde 1911, y en La Vanguardia, desde 1913. Animado por Eugenio d’Ors, cuenta allí con excelentes amigos, entre los que se encuentran Enrique Granados, José Carner, Pi y Suñer y Prat de la Riba, quien le ofrece un puesto en la Diputación, un empleo como contable en la Casa de Caridad; empleo que abandona en el mes de junio, cuando la Editorial Vecchi y Ramos le encarga la dirección de una ambiciosa Enciclopedia Sagrada.
El proyecto interesó al escritor, quien le dedicó todo su esfuerzo a lo largo de catorce meses agotadores. La empresa fracasó perjudicándolo económicamente, pero dejándole como herencia un caudal de conocimientos en materia de religión, que de manera adecuada sabrá utilizar en las Figuras de la Pasión del Señor (1916-1917), en las novelas de Oleza y en otros escritos. Tras el fracaso editorial trabaja en el Ayuntamiento de Barcelona. En 1918 comienza a escribir en el diario La Publicidad los artículos que han de formar parte de El humo dormido.
En agosto de 1920 se traslada con su familia a Madrid. Gracias al valimiento de don Antonio Maura, consigue un modesto empleo en el Ministerio de Trabajo, del que queda cesante en el verano de 1921, año en que publica Nuestro Padre San Daniel, primera parte de su magna novela sobre Oleza en la que venía trabajando desde 1912. Al año siguiente se crea para él la plaza de secretario de los Concursos Nacionales de Protección a las Bellas Artes, en el Ministerio de Instrucción Pública. Desde el verano de 1921 pasa las vacaciones estivales en Polop de la Marina, a donde acude buscando mejorar y fortalecer la salud de su hija Clemencia; de estas experiencias surgen las mejores páginas de Sigüenza, las que figuran en su último y más perfecto libro, Años y leguas (1928). Antes, en 1925 había ganado el premio Mariano de Cavia por su artículo «Huerto de cruces», que ha de figurar como capítulo del mencionado libro, y en 1926 aparece El obispo leproso (segunda parte de Nuestro Padre San Daniel), que produce la indignación de los sectores más conservadores de la sociedad por el tratamiento que recibe la Compañía de Jesús.
En 1927 la indignación arrecia, convirtiéndose en una verdadera campaña antimironiana, cuando es propuesto por Azorín para ocupar un sillón en la Real Academia Española. El autor de El obispo leproso ni es académico, ni consigue el premio Fastenrath, al que ha aspirado por tercera vez. Cuando en 1929 queda vacante el sillón que había ocupado Eduardo Gómez de Baquero, Miró no se interesa por él. Trabaja, al parecer sin mucho entusiasmo, en una nueva novela, La hija de aquel hombre, y en un proyecto anunciado desde 1917, que formaría parte de la serie Estampas Viejas, Figuras de Bethlem. Todo ello quedaría en borradores, ya que el 27 de mayo de 1930 fallece a consecuencia de una apendicitis, cuando todavía tenía cincuenta años.
Tomada de Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.
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