Nació el 25 de marzo de 1926 en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. Sus padres pertenecían a mundos culturalmente distintos. Su madre fue Luz Gutiérrez, una acaudalada aristócrata. Su padre, Julio Sabines, un inmigrante de origen libanés que vivió y trabajó en Cuba, después en Nueva Orleans y luego llegó a Mérida, Yucatán, en tiempos de plena Revolución Mexicana.
Julio Sabines se enlistó en el ejército y fungió como teniente. Luego se cambió de Mérida a Chiapas y estuvo bajo el mando de Venustiano Carranza. Entonces conoció a Luz Gutiérrez, se casó con ella en 1915 y abandonó la vida militar.
Julio no era un hombre muy culto. No obstante, había aprendido bastante durante sus travesías. Además, solía leerle a Jaime un libro que lo marcaría para siempre: Las mil y una noches. A partir de entonces, Jaime comenzó a sentir una fuerte inclinación hacia la literatura.
En Chiapas, Jaime estuvo en constante contacto con la naturaleza, hecho que influiría posteriormente en el desarrollo de su sensibilidad y de su poesía. Tiempo después, la familia tuvo que trasladarse a la Ciudad de México donde nuestro futuro poeta iniciaría la secundaria.
Sin embargo, no pasó mucho tiempo para que volviera a Chiapas y deslumbrara con la solidez de su memoria a todo el que lo conociera. Incluso, una de sus grandes hazañas, en ese entonces, fue aprenderse los nombres de todos los reyes chichimecas.
La inclinación de Sabines por la escritura se dio quizá durante su etapa como declamador. Sus primeros escritos fueron publicados en revistas estudiantiles y llevaban por nombre Ruego inútil, A la bandera y Primaveral.
A los 17 años comenzó a escribir versos que no publicó sino hasta los 23, cuando supo que tenía una voz propia. En 1945, cuando viajó a la Ciudad de México para estudiar Medicina, leyó y escribió como lo había deseado. Al ingresar a la Facultad de Filosofía escribió su famoso poema Los amorosos que apareció en su libro Horal (1950) y al año siguiente publicó La señal, además de Adán y Eva, su primer poema largo que sería publicado 11 años después.
La inclinación de Sabines por la literatura se detuvo debido a su afán por estudiar medicina en la Ciudad de México. Estuvo en esa carrera por tres años y después la abandonó. Decidió regresar a Chiapas para darle la noticia a su padre. Contrario a lo que Jaime esperaba, su progenitor tomó con calma la decisión de su hijo.
La vida de Sabines se había convertido en un ir y venir de Chiapas a la Ciudad de México. De hecho, en 1949 la Metrópoli vio regresar nuevamente al futuro poeta quien, esta vez, decidió inscribirse a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
Ahí conoció a futuros intelectuales y escritores de la talla de José Gaos, Rosario Castellanos, Eduardo Lizalde, Bonifaz Nuño y Tomás Segovia. A la par, fue influenciado por la filosofía existencialista de Sartre y Heidegger, se acercó con mayor ímpetu a la poesía de Pablo Neruda y César Vallejo, y, al mismo tiempo, conoció a la que sería el amor de su vida: Josefa Rodríguez Zebadúa, también conocida como “Chepita”.
Nace el poeta
Sabines se unió a un círculo literario compuesto por figuras tales como Juan Rulfo y Juan José Arreola. Esto ayudó a que Sabines alcanzara la madurez creativa e intelectual. Muestra de ello fue que publicó Horal (1950). Este consistía en una selección de poemas donde se abordan temas como la muerte, el amor, el tiempo y Dios, de una manera tan única que marcaron la época.
A partir de entonces, Jaime Sabines fue reconocido tanto por la gente no especializada como por los críticos literarios y otros grandes escritores. Su estilo poético fue señalado como parte de la vertiente “coloquialista” y él mismo como miembro de la Generación del Medio Siglo.
Uno de los hechos que marcó la vida de Sabines y de la poesía mexicana, fue la muerte de su padre. Julio Sabines se vio asediado por un cáncer que lo llevó a un final doloroso del que toda la familia fue parte. Debido a esta tragedia, Jaime quedó destrozado y poco a poco dio vida a una de las mayores elegías que se hayan escrito: Algo sobre la muerte del mayor Sabines. En este poema podemos leer versos tan desgarradores como “Déjame reposar,/aflojar los músculos del corazón/y poner a dormitar el alma/para poder hablar…”
Cabe señalar que, después de escribir sus obras cumbres: Horal, Tarumba y Algo sobre la muerte…, Jaime poco a poco dejó de escribir, sobre todo en sus últimos años. Sin embargo, ya era un poeta reconocido, respetado y querido por la mayoría de los mexicanos quienes le rindieron numerosos homenajes y asistían entusiasmados a las lecturas de sus poemas. Dentro de estos, podemos destacar el de Los amorosos y Espero curarme de ti, los cuales te presentamos aquí.
Después de perder una larga lucha contra el cáncer, Jaime Sabines falleció el 19 de marzo de 1999 en la Ciudad de México. No obstante, su legado poético aún es abrazado por distintas generaciones quienes encuentran en sus versos la revelación de secretos universales.
Obtuvo numerosos reconocimientos. En 1959, el Premio Chiapas; en 1972, el Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores y en 1983 el Nacional de Ciencias y Artes en el área de lingüística y literatura, entre muchos otros.
Tarumba (1956) y Algo sobre la muerte del mayor Sabines (1973) son dos de sus libros más relevantes, según sus críticos, y su obra ha sido traducida al inglés, francés y árabe, entre otros idiomas.
Poemas:
Los amorosos
Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los amorosos buscan,
los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.
Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.
Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.
Les preocupa el amor. Los amorosos
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.
Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los amorosos son los insaciables,
los que siempre -¡que bueno!- han de estar solos.
Los amorosos son la hidra del cuento.
Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los amorosos no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.
En la oscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.
Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.
Los amorosos son locos, solo locos,
sin Dios y sin diablo.
Los amorosos salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor
como una lámpara de inagotable aceite.
Los amorosos juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los amorosos se avergüenzan de toda conformación.
Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.
Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo,
complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.
Los amorosos se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida,
y se van llorando, llorando,
la hermosa vida.
Espero curarme de ti
Espero curarme de ti en unos días. Debo dejar de fumarte, de beberte, de pensarte. Es posible. Siguiendo las prescripciones de la moral en turno. Me receto tiempo, abstinencia, soledad.
¿Te parece bien que te quiera nada más una semana? No es mucho, ni es poco, es bastante. En una semana se puede reunir todas las palabras de amor que se han pronunciado sobre la tierra y se les puede prender fuego. Te voy a calentar con esa hoguera del amor quemado. Y también el silencio. Porque las mejores palabras del amor están entre dos gentes que no se dicen nada.
Hay que quemar también ese otro lenguaje lateral y subversivo del que ama. (Tú sabes cómo te digo que te quiero cuando digo: «qué calor hace», «dame agua», «¿sabes manejar?», «se hizo de noche»… Entre las gentes, a un lado de tus gentes y las mías, te he dicho «ya es tarde», y tú sabías que decía «te quiero»).
Una semana más para reunir todo el amor del tiempo. Para dártelo. Para que hagas con él lo que quieras: guardarlo, acariciarlo, tirarlo a la basura. No sirve, es cierto. Solo quiero una semana para entender las cosas. Porque esto es muy parecido a estar saliendo de un manicomio para entrar a un panteón.
Fuentes: INBAL y México Desconocido.