José Juventino Policarpo Rosas Cadenas o mejor conocido como Juventino Rosas, quien fuera uno de los más insignes compositores del país y autor del famoso vals Sobre las olas. Nació un 25 de enero de 1868 en Santa Cruz de Galeana —hoy Santa Cruz de Juventino Rosas—, Guanajuato.
Colaboró con Ángela Peralta
A los 15 años, Juventino Rosas encontró acomodo en la orquesta que acompañaba a la soprano Ángela Peralta. Sin embargo, en una gira por Mazatlán, la cantante murió de cólera. El músico regresó a la capital e incursionó en el Conservatorio Nacional de Música (CNM) en 1885, donde tuvo maestros como José Cornelio Camacho y Máximo Valle.
Autor de la marcha Cuauhtémoc
No obstante, su situación económica y su estado de salud lo obligaron a dejar los estudios y se dedicó a lo que más le gustaba: la composición, ya que, según los especialistas, “poseía por naturaleza una extraordinaria capacidad y facilidad para ello”. En 1887 tocó ante el entonces presidente Porfirio Díaz y despertó el interés de algunos protectores.
En ese periodo compuso valses, polcas, mazurcas y danzas, una marcha llamada Cuauhtémoc, y en 1890, varias canciones en las que utilizó como letra algunos versos del poeta mexicano Manuel Gutiérrez Nájera, además de piezas como Te volví a ver, Seductora, Sueño de las flores y Ensueño, al igual que la marcha Patria y el vals Ilusiones juveniles.
Sobre las olas, su vals más representativo
Años después compuso un vals al que tituló Junto al manantial, al cual el también compositor Miguel Ríos Toledano hizo el arreglo para piano, cambiándole el nombre por el de Sobre las olas. Juventino Rosas vendió este vals y el chotis Lazos de amor por 45 pesos. Con el tiempo, Sobre las olas se convirtió en una pieza de fama internacional, al nivel de los mejores valses vieneses. Se estrenó en 1891 y aunque rápidamente se hizo famoso, Juventino Rosas, de 23 años, nunca obtuvo beneficio, pues siguió siendo un músico pobre.
Luego de separarse de su esposa, un decepcionado Juventino Rosas se embarcó con una compañía de zarzuela a Cuba, donde murió cerca de La Habana el 9 de julio de 1894, a los 27 años de edad. Ahí, su lápida rezaba: “Juventino Rosas. Violinista mexicano. Autor del célebre vals Sobre las olas. Falleció en julio de 1894. La tierra cubana sabrá conservar su sueño”.
En 1909, el gobierno mexicano trasladó, con honores, sus restos hasta el Teatro del Conservatorio, en la calle Puente de Alvarado. Permaneció ahí dos meses y después fue llevado en carroza al Panteón Civil de la Ciudad de México. En diciembre de 1939, sus restos fueron exhumados para llevarlos a la Rotonda de los Hombres Ilustres.
Muerte de Juventino Rosas
Luego de separarse de su esposa, un decepcionado Juventino Rosas se embarcó con una compañía de zarzuela a Cuba, donde murió cerca de La Habana el 9 de julio de 1894, a los 27 años de edad. Ahí, su lápida rezaba: “Juventino Rosas. Violinista mexicano. Autor del célebre vals Sobre las olas. Falleció en julio de 1894. La tierra cubana sabrá conservar su sueño”.
En 1909, el gobierno mexicano trasladó, con honores, sus restos hasta el Teatro del Conservatorio, en la calle Puente de Alvarado. Permaneció ahí dos meses y después fue llevado en carroza al Panteón Civil de la Ciudad de México. En diciembre de 1939, sus restos fueron exhumados para llevarlos a la Rotonda de los Hombres Ilustres.
En la Revista de la Universidad de México (UNAM), se publicó escrito de José Rubén Romero, donde describe cómo fueron los últimos días de vida del compositor y violinista Juventino Rosas:
Junta de sombras: Juventino Rosas (1868-1968)
Tristeza de México en Batabanó
Por: José Rubén Romero
Sobre la costa del Caribe, frente a la isla de Pinos, hay un pueblecito pequeño que lleva por nombre “Batabanó”. Sus vecinos se dedican a pescar esponja, y se pasan la vida contemplando el mar, unas veces pintado de añil y otras veces teñido de púrpura.
Batabanó hubiera sido para mí un pueblo más de Cubita la bella, con sus palmeras oscilantes, como la cintura de sus mujeres; su manigua de un verde de ajenjo, y sus cañas de azúcar por cuyos cañutos corre sangre de dólares. En Batabanó, la pobreza de Juventino Rosas encontró un asilo, y los mexicanos de mi generación que alcanzamos a bailar “Sobre las olas”, no debiéramos ignorar el nombre de este pueblo.
A Juventino Rosas le gustaba la alegría del vino; por alegrarse con exceso vendió la trompeta que parecía de oro, en la que tocaba alegres marchas, y por eso tuvo que desertar de la banda de un regimiento.
Organizó una “música de cuerda”, al estilo de las de nuestros pueblos, que ejecutan en el kiosco a la hora de la retreta, el “Ave María” de Gounod, y en el templo, al cubrirse el Santísimo, “Porque Cuba eres tú”, de Sánchez de Fuentes.
Con esta música fue a la Exposición de Chicago, de aquél Chicago que aún vemos en las películas que retratan las costumbres de 1900, con sus caballeros de patilla y chistera, sus “misses” de sombreros de flores, a la moda de 1948, y sus calles de tres pisos, sin más elevador que el corsé. Ignoro si Juventino logró estrenar su vals en la Exposición y, altruistamente, legó sus derechos a los acróbatas de todos los circos del mundo.
No sé cómo nuestro músico apareció en Santiago de Cuba y si ahí tocara danzones lánguidos para los criollos de guayabera y jipijap. Un mocito despierto -Regino Bettiz- servíale las copas de ron, y en tanto que su cliente las apuraba, el rapaz ensayábase a escribir estrofas aconsonantadas sobre la cubierta de la mesa, como una rúbrica de su futuro destino.
Acaso en el rincón de la bodega, adormecido por el calor y por el vino, Juventino Rosas evocara el paisaje de México y el recuerdo de aquel día de campo, junto al arroyo de Contreras, en donde escribió los primeros compases de “Sobre las olas”, mientras los amigos, un poco achispados, discutían los encantos de una mujer, ocultos por una larga enagua de percal y por un rebozo terciado en el pecho, para que no se adivinara ni el aleteo de un suspiro.
Por deudas de café que no llegaron nunca a los veinte pesos ¡veinte toneladas de lastre para un pobre músico!, Juventino Rosas cambió Santiago por Batabanó, haciendo el viaje en una lancha carbonera.
Aún existe en el pueblo la fonda y en ella el cuarto que hospedó a Juventino y que, como siempre, no podría pagar. De día, platicaba con Isidro Albaina, de las cosas de Cuba y de las cosas de México. Por las noches, el cielo lo miraba con sus millares de ojos, tocar el violín y ensayar un “punto guajiro” para corresponder a la amistad de quienes lo escuchaban. Alguna vez, el arco de! violín, en complicidad con sus dedos, arrancaba las notas de algún jarabe de los de Santa Cruz de Galeana, y al preguntarle qué era aquello que tocaba, Juventino Rosas, respondía: “Es México, es mi Guanajuato; conózcanlo ustedes.”
Juventino Rosas enfermó y tuvieron que llevarlo al hospital, refugio de soledades, incubadora de tristezas, presidio de negros pensamientos. Isidro Albaina estuvo ahí, como un médico de esperanzas; más para el viajero, ya cansado, lo mismo daba reposar en tierra propia que en una ardiente playa de Cuba.
Isidro Albaina le cerró los ojos, y el violín como a un huérfano se lo llevó a su casa.
Sobre las olas de Batabanó murió el autor de “Sobre las olas”, y lo enterraron de caridad unos humildes pescadores de esponjas.
Como la vida de su dueño, el violín estuvo a punto de naufragar infinidad de veces, en las inundaciones de Batabanó, pero Isidro Albaina se encargó siempre de rescatarlo de la marea y de salvarlo de los escombros, hasta hacerlo llegar a nuestra patria, como un pequeño ataúd que encerrase el alma de Juventino.
* * *
Después de muchos años, en nombre de México, mi mano colocó en el pecho de Isidro Albaina, viejo y paralítico, El Águila Azteca. Aquel noble guajiro estuvo a punto de morir de emoción, y yo entretuve deliberadamente el momento de prenderle la insignia, en la tela almidonada de su chaqueta, para que los asistentes al acto no me vieran llorar…