El 13 de septiembre de 1864 llegó a San Miguel de Allende el emperador Maximiliano de Habsburgo.
Maximiliano, que era un hombre recto, lleno de sabiduría y bondad, quiso, el mismo año que llegó, conocer el país que iba a gobernar y del cual siempre se consideró hijo. Decidió visitar una por una, si posible fuese, sus nuevas y enormes posesiones, saliendo de la capital el lunes 15 de agosto para “conocer y a la vez entusiasmar” las ciudades del interior. “Las impresiones que Puebla y México han experimentado al presenciar en sus calles la solemne entrada del nuevo soberano —decía el redactor del Diario del Imperio— no han podido ser sentidas en Querétaro, Guanajuato, Zacatecas, San Luis Potosí, León, con la misma fuerza y presteza. Las poblaciones meridionales necesitan más que las otras, ver por sí mismas la imagen benévola y consoladora de las instituciones que deben asegurar su dicha y verla en la persona del monarca que las visita”.
Salió el emperador casi solo, con algunas personas de servicio, dejando al frente del gobierno a su esposa. Su recorrido fue lento y triunfal, de tal manera que después de un mes, apenas había llegado a Chamacuero, después de visitar Morelia, Querétaro y algunas otras poblaciones menos principales. El 13 de septiembre salió de Chamacuero para San Miguel, muy temprano y “teniendo que bajarse varias veces del carruaje por los malos pasos”, llegó a la ciudad a la una y media de la tarde. En la garita le esperaba una comisión formada por los más importantes vecinos, con una carretela descubierta y discretamente adornada, en la cual subió e hizo su entrada rodeada de un enorme gentío, entre los alegres repiques de todos los templos y los “vivas” de la multitud.
En la calle principal, esquina de la plaza y palacio Canal, había un gran arco triunfal, “de origen romano, teniendo una estatua del emperador con el pabellón nacional en la mano” y todas las casas estaban profusamente adornadas de colchas, tapices y ramos de flores.
Maximiliano subió hasta la casa donde iba a ser alojado en la calle de San Francisco, frente al templo, donde le esperaban las autoridades para rendirle acatamiento, y de allí pasó a la parroquia, donde fue recibido bajo palio, en el atrio, por el obispo Don José María de Jesús Diez de Sollano y todo el clero sanmigueleño, con sus vistosos y ricos trajes de ceremonia.
El obispo de León le dio el agua bendita en la punta de sus enguantados dedos, subiendo después juntos bajo el rico palio, hasta el trono, colocado en el presbiterio a la derecha del altar mayor, en medio de una inmensa multitud y a los compases de la magnífica orquesta que entonaba el “Domine salvem fac imperatorem”.
Después de las oraciones del ritual, se cantó el Te-Deum, descendiendo Maximiliano del trono en el momento oportuno para arrodillarse en un reclinatorio cubierto de damasco, enfrente del altar. Allí recibió también la bendición episcopal que, como despedida del acto religioso, dio el Señor Diez de Sollano.
Volvió el Emperador a pie a su alojamiento donde se le esperaba para comer. El banquete fue solemnísimo con orquesta, coros y solistas, y cálidos brindis al final, lamentado las damas sanmigueleñas la ausencia de la Emperatriz. Maximiliano dijo un sentido discurso, prometiendo volver con Carlota y agradeciendo, con lágrimas en los ojos, el entusiasmo con que había sido recibido.
En la tarde visitó la cárcel, el hospital y la escuela, donde se le hizo tarde repartiendo dinero y juguetes a los niños, y como amenazaba lluvia tuvo que volver prontamente a su alojamiento. Mientras llegaba la hora de la cena se entretuvo a su Majestad con un juego de pelota, en el que tomó parte toda la crema social de San Miguel.
Cuando fue acabado el juego se desataron las aguas tempestuosamente, con gran desesperación de los vecinos, que le preparaban un “gallo”, y como llovió toda la noche, éste tuvo que convertirse en “mañanitas”, cantando en ellas las señoras más encopetadas, por lo que salió Maximiliano al balcón a dar las gracias.
Después del desayuno volvió a la escuela, pues la precipitación de la noche anterior le había impedido acabar de verla, y la encontró muy “adelantada”, acabando de repartir los regalos a los muchachos y animando a los maestros, con ese gesto de rey antiguo que a veces tenía el simpático y desgraciado Archiduque.
Pasó después al jardín de Guadiana, que fue adornado al efecto, haciéndole —según el diarista imperial— muy buena impresión.
La comida de ese día volvió a ser solemne, sentándose el obispo de León a la derecha del Emperador, y en la noche hubo baile, al que no asistió Maximiliano porque estaba, y con razón, cansadísimo. No vio tampoco, pues hacía rato que dormía, la iluminación general que se hizo en la plaza y calles de San Francisco, y los castillos de pólvora, que, por cierto, ardieron mal, por la pertinaz lluvia que volvió a empapar la ciudad.
Ganó San Miguel de Allende por su recibimiento y festejos, que la benevolencia y gratitud de Maximiliano le suprimiera los impuestos del maíz por dos meses, lo mismo que el derecho de alhóndiga, para que se abaratase ese producto y estuviese al alcance de todo el pueblo. El Ayuntamiento perdía con esta gracia imperial mucha ganancia, por lo que se le concedió gravase algún otro artículo de necesidad secundaria “por ejemplo, —dijo Maximiliano— el aguardiente”. Dio, además, cien pesos de su bolsillo para los pobres y se le olvidó condecorar a alguien, como fue su costumbre en todas las ciudades y pueblos que había recorrido.
El día 15 de septiembre, muy de mañana, pues tenía prisa de llegar ese memorable día a Dolores para dar el grito en la misma ventana de la recámara del cura Hidalgo, salió de San Miguel “a pie, para mirar bien los suntuosos edificios”, subiéndose a su coche en las afueras de la ciudad, hasta donde le había acompañado los vecinos, el Ayuntamiento, el clero y gran parte del pueblo.
Fuente: Atención San Miguel.
Publicación original https://www.atencionsma.com/columnistas/luis-felipe-rodriguez/la-visita-del-emperador-maximiliano-de-habsburgo-en-san-miguel-de-allende/